sábado, 24 de junio de 2017

"Secuestraron a mi hijo".

Milagro. Haber llegado a la escuela de mi hijo para pasarlo a buscar con dos minutos de anticipación es un milagro.
Yo, que hice de la impuntualidad la forma más natural y sencilla de destacarme en algo.
Y ver cómo un auto abandona su lugar para concedérmelo generosamente, en una ciudad donde estacionar es una utopía, doblemente milagroso.
Bajo del auto, con la intuición afilada, producto de la gimnasia que todos los días me provocan las noticias sobre inseguridad.
Es lo que me hace, de manera inconsciente, mirar a ambas esquinas antes de entrar a cualquier lado.
Parado frente a la puerta de la escuela, no hago más que lanzar la vista hacia una de las esquinas para ver a mi hijo caminando a paso vivo, arrastrado por la mano de un hombre que se aleja con rapidez.
-¡Benjaaa! –grito, atragantado por la angustia de saber que alguien lo está secuestrando.
El tipo, alertado por lo alarmante de mi grito, se da vuelta y al ver que inicio una frenética carrera para alcanzarlos, arroja a Benjamín al asiento de atrás de un sandero gris y en un instante está sentado frente al volante para eyectar su vehículo de manera violenta, en medio de un chirrido agudo de gomas humeantes de velocidad.
Todo el esfuerzo descomunal que hago para impedir que se lleven a mi hijo resulta infructuoso. Como si una fuerza invisible
y maligna me impidiera avanzar para llegar a tiempo, y mis movimientos estuviesen frenados por una atmósfera espesa que sólo me permite correr en cámara lenta.
Vuelvo a buscar el auto, desesperado, tocándome todos los bolsillos para encontrar la llave, confirmando una vez más que cuando me invade el pánico ningún vestigio de racionalidad me ayudan a resolver los problemas con un mínimo de sentido común.
Sin un segundo para desperdiciar, veo de reojo que desde la vereda de enfrente se refracta la pechera flúo de un policía que parece
formar parte del conjunto de maniquíes de una boutique.
-¡Secuestraron a mi hijooo! -grito, intentado sumar al oficial a mi enloquecida persecución-. ¡Ayudaa!
Nada pude sacar al policía del trance que lo sumerge la luz hipnótica de su celular. Nunca se enterará que pudo haber evitado un secuestro, aunque sea fingiendo estar atento a lo que pasa en la calle.
Ya frente a mi auto, trato de enfriar la cabeza para evitar que la torpeza de mis manos trabe la cerradura con la llave.
La luz roja del semáforo de la esquina, me da la esperanza de suponer que tal vez todavía el sandero no haya podido abandonar la cuadra. Arranco el auto y maldigo la suerte que me proporcionó ese lugar tan estrecho que me obliga a hacer varias maniobras para salir. La luz del semáforo se pone en verde y comienzo a tocar bocina como un loco intentando lograr que me cedan el paso. Nadie parece inmutarse ante mi desaforada urgencia. El tránsito avanza lentamente faltando tres cuadras para la avenida Córdoba.
En una secuencia de zigzagueos temerarios, logro identificar al sandero gris que va a dos autos adelante.
Me veo obligado a avanzar por la derecha de los vehículos que me preceden y, al ponerme a la par del segundo,
con un fuerte volantazo a la izquierda, lo encierro para que me permita ponerme detrás del sandero. Bocinazos, luces,
y toda calse de insultos del que tuvo que frenar abruptamente para no ser chocado por mí.
Los espejos retrovisores del sandero proyectan, por la izquierda, la cara del tipo que se está llevando a mi hijo; y por la derecha, apenas la punta de la cabeza de Benja que, imagino, debe estar llorando.
Me pego al sandero; estamos llegando a avenida Córdoba con semáforo en verde; el tipo pone luz de giro a la izquierda, pero sé que no va a doblar; es un truco para obligarme a frenar y no lo voy a hacer. Acelero pegado a su paragolpes.
El desgraciado dobla. Sin frenar, doblo desesperadamente a la izquiera poniendo a mi auto al borde del vuelco.
Otra vez los bocinazos y los gritos de los peatones que se salvaron de milagro ponen en alerta al secuestrador.
Esta vez es él el que fija sus ojos en mí a través del espejo retrovisor. Comienza a acelerar. Me pego a la succión de su auto.
La onda verde de la avenida Córdoba redobla la apuesta de la velocidad. No sé cómo va a terminar esta pesadilla.
Todo parece irreal. Ya perdí noción de las cuadras que atravesamos con el acelerador al tope.
La luz de stop del sandero no me puede engañar. Freno acompañando la detención brusca y lo sigo, doblando a la derecha.
¡Se metió de contramano! Un camión de Coca Cola estacionado en doble fila sólo deja espacio para pasar subiendo a la vereda ¡que está llena de packs de gaseosas! El sandero apunta a la pila de gaseosas y las arroja con onda expansiva hacia todas partes, incrustando botellas en las vidrieras que se desvanecen como un glaciar en deshielo. Sin detenerme a pensar si lo estoy soñando,
mi único objetivo es no perder de vista ese auto y rogar que los insufribles embotellamientos que tanto me torturan día a día,
hagan hoy su trabajo y obliguen a detener la marcha del que me está arrebatando la vida. Sigo el trayecto del sandero, reventando las botellas que quedaron esparcidas por todos lados. Al llegar a la esquina, dobla a la izquierda y con una acelerada que suelda mi nuca al apoyacabeza, vuelvo a estar pegado al paragolpes del otro, como si fuésemos un tren lanzado al infierno.
El sandero va a toda velocidad hacia la avenida Scalabrini Ortiz. En la siguiente cuadra, un enjambre de andamios armados en la vereda obliga a la gente a transitar por la calle, convirténdola casi en peatonal. El de adelante no tiene otra opción que frenar de golpe para evitar atropellar a alguno. Inevitablemente impacto contra su paragolpes, que junto con el mío,
quedan totalmente destrozados. El tipo no parece haber registrado el golpe. Superado el tumulto de gente, el sandero despega quemando gomas, sacándome una ventaja de media cuadra. El semáforo de Scalabrini Ortiz podría haberlo detenido pero reacciona demasiado tarde. Cuando el tipo está cruzando la avenida, se pone en amarillo, de manera que cuando es mi turno cruzarla, el semáforo ya está en rojo. Especulo con la lentitud con la que siempre arrancan los que están primeros en la fila, y decido cruzar en rojo, llevando al motor a su máxima potencia.
Un colectivo de la línea 86 que está a punto de hacerme pedazos por la derecha, se incrusta de lleno sobre mi parabrisas siendo su número de interno, el trece, lo último que veo pegado a mi cara, antes de desvanecerme por el terrible impacto que convierte a mi auto en un bollo de papel de alfajor.

Lentamente, voy despertando a la vida. Trato de indagar dónde estoy con la pesadez con la que se enciende una computadora vieja. El olor penetrante a desinfectante, los gritos desgarradores de una mujer que le ordena a alguien que no se muera y el sacudón provocado por una camilla que choca contra la mía abriéndose paso a los empujones debido a que su ocasional ocupante está más cerca de ver la luz al final del túnel que yo, me dan un claro indicio de que estoy en la guardia de un hospital.
La ecuación "inicio milagroso-final desastroso" con la que inicié mi raid de sucesos desde que fui a buscar a mi hijo, me hacen sospechar que el final de mi jornada puede llegar a ser más terrorífico aún. Ya que me salvé de milagro.
Intento incorporarme y el piso se vuelve techo. Caigo destartalado sobre la camilla y el mareo se convierte en mi peor enemigo.
-¡Secuestraron a mi hijo!-le grito a un enfermero que corre hacia mí para evitar que me caiga de la camilla.
Por efecto de los sedantes, mis palabras suenan incompresibles y mi lengua parece estar adormecida. El enfermero ignora todo lo pueda decirle porque mis frases, para él, son sólo quejidos.
-Quedate tranquilo que lo peor ya pasó. No te esfuerces por hablar porque en este momento no te hace bien. Descansá, que un par de días te vas a tu casa -me consolaba el enfermero con espíritu amistoso. Conduce la camilla hasta una sala y me deposita en una de las camas.
-En esta bolsa hay algunas cosas que pudimos rescatar del auto: un maletín, tus documentos y tu celular. Te la dejo.
En un rato viene el médico a controlarte. ¿Querés que le avise a tu familia?
Respondo con un gesto afirmativo, ya que es inútil intentar hablar. El enfermero busca en la bolsa hasta dar con el celular y lo inicia.
-Tenés 16 llamadas perdidas y un mensaje de voz de una tal... "Marcela", ¿tu mujer?
Digo que sí con la cabeza, invadido por la desesperación por saber algo de mi hijo. Y porque no tenía sentido aclarar que es mi ex. Tal vez Marcela ya tenga la cifra que piden por el rescate.
-Te voy hacer escuchar el audio, ahí va.
"¡Escuchame, pedazo de irresponsable! Me acaba de llamar la directora de la escuela diciéndome que cuando la maestra estaba por entregarte a Benja, saliste corriendo quién sabe detrás de quién y no volviste más. Ni Benja ni la maestra entendían nada. ¡¡¿Me querés decir para qué mierda rompiste tanto las pelotas para que te diera la tenencia si cuando te pido que hagas algo por él, ni siquiera sos capaz de ir a buscarlo a la escuela?!!"






domingo, 4 de junio de 2017

"Tal vez..."

Tal vez haya olvidado tu perfume y tu risa
que juntos destrozábamos con tazas de café.
Tal vez ya no recuerde lo que nos prometimos,
desenvolviendo noches hasta el amanecer.

Tal vez haya olvidado el color de tu risa
transformada en los pétalos de una flor de papel.
Tal vez sea imposible recuperar la magia
que irradiaban los besos de tus labios de miel.

Tal vez ya no recuerde mis versos susurrados
que en clandestinas sombras acariciaban tu piel.
Tal vez haya olvidado tu música y tus letras
pintadas en canciones que junto a vos canté.

Pero pasa que el tiempo, igual que la llovizna,
germina la semilla que lucha por crecer,
y así se fue gestando este embrión de recuerdos
que acuchillan el alma en cada atardecer.

Tal vez nunca he querido abandonar el sueño
de escuchar que tus pasos me quieran sorprender.
Tal vez te esté llamando sin pronunciar tu nombre,
recortando los pétalos de otra flor de papel.

Tal vez sea esta noche la que eligió tu risa
para darme el regalo de volver a nacer.
Tal vez mañana mismo amanezcamos juntos,
dejando abandonadas dos tazas de café.